17 de julio de 2017

El talismán

Las cruzadas son aquellas lejanas guerras medievales de las cuales desconozco los datos más relevantes. Y menos aún, los hechos cronológicos de mayor importancia sobre tales barbaridades. En realidad, seguramente éstas sean más conocidas para la mayoría de las personas gracias a la mitificación que la literatura y el cine han llevado a cabo a lo largo de los tiempos en diversas obras. Artes embaucadoras y románticas que se pavonean de las consecuencias de esos enfrentamientos, porque aún hoy perdura el tradicional choque entre occidente y oriente. Batallas y recelos desde tiempos inmemoriales y con la potente excusa de la religión de por medio. A grandes rasgos, cualquiera puede situar la finalidad de esas guerras y lo que supuso para Europa, las diversas alianzas entre los llamados reinos cristianos frente al infiel. Una importante suma de personas, en plan erasmus, pero con una finalidad eminentemente hostil que choca bastante con el halo romántico que suele rodear a esta época de caballeros, damas y reyes con corona. Y nadie mejor que sir Walter Scott para acercarse a semejantes aventuras. El argumento de la novela, El talismán, nos sitúa en la tercera de las cruzadas emprendidas para liberar los santos lugares del catolicismo, con el rey inglés, Ricardo Corazón de León, como principal estandarte de las fuerzas cristianas, y cuyo rival, es otro grande de los personajes históricos del medievo. Saladino, el sultán de los musulmanes. 
David vs Conrado
En lugar de centrarse en guerras que coloquen al libro en el catálogo del género bélico o histórico, Scott toma prestados ciertos aspectos tomados como reales, para construir una cuidada estratagema ficticia con dos finalidades. La primera de ellas, más apegada a la realidad histórica y cuya intención sirve para dar a entender los motivos del final de la contienda y sus consecuencias, mientras que la opción del desarrollo de la trama, está más abierta a la inventiva del autor, al dotar de cierta libertad a sus personajes sin la ataduras que impone la veracidad histórica.

Aunque la mayoría de personajes tienen su propia base real, Scott parece tener la necesidad de cubrir la cuota escocesa, la propia nacionalidad del escritor, a través de un personaje de su invención que nos sirva como carta de presentación e introducción a la obra. Tal insigne figura toma prestado el nombre de Kenneth, caballero del Leopardo Yacente. Tan pobre como buen amigo de la aventura, como bien marcan los canones caballerescos que volvieron
Walter Scott
 Retrato de William Allan 

National Galleries of Sotland - Google Art Project 
loco al famoso Alonso Quijano. Curiosamente Scott, repite el esquema de Ivanhoe, al inventarse un personaje que representa el ideal del perfecto caballero y héroe sin mancha para ocupar el protagonismo principal. En realidad el protagonismo se comparte con otras figuras dentro del amplio reparto coral. Y por cuestiones de jerarquía y personalidad, destaca la poderosa representación de Ricardo. La atracción que recae sobre el monarca inglés destaca sobre el soso hidalgo escoces, encorsetado en la ridícula idealización del perfecto caballero sin mayor atractivo que las argucias que propone la trama. Una historia que cobra mayor importancia al colocarse en las habituales luchas de intereses de los poderosos, las habituales maquinaciones y tretas entre los nobles que se suceden justo cuando se da una tregua entre moros y cristianos. Y ahí empieza a sobresalir la imponente representación del citado rey león, cuyos arrestos y excesos verbales terminan por devorar al triste leopardo para ocupar el lugar que le corresponde. La de actor principal.


Si reparó en Walter Scott sólo me salen buenas palabras, ya que destaca su buena mano para la literatura al dotar de gracia, soltura y cierta tensión a los personajes que van y vienen a lo largo del campamento cristiano. Sin duda la calidad de la novela decae cuando el escritor se emperra en intentar sorprender al lector con una serie de piruetas que llegan al extremo de lo excesivo y de lo infantil. Tanto disfraz no logra ocultar ciertas confianzas que exceden la línea de la ocurrencia frente a la seriedad narrativa, y eso que Scott domina bastante bien las confrontaciones dialogadas entre diferentes personajes a los que dota, rápidamente, de una personalidad reconocible por el lector. En parte es una pena que la resolución apenas supere el nivel de corrección, al decaer en la benevolencia de una especie de cuento con final feliz. Para entonces sólo queda remarcar el trayecto anterior, cuyas líneas superan con creces el momento happy con sorpresas que propone Scott. 


No es sabio mirar atrás cuando el camino sigue adelante.
El Hakim

El talismán
Walter Scott
Ed Anaya, 1996
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La novia de Lamermoor

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