19 de mayo de 2017

El antiguo vivero de la Cebedilla

Es llegar al coqueto pueblo de Lozoya, cruzar la carretera M-637, avanzar ligeramente por la pista que nace de la calle del Chorro, y plantarse en la planicie para observar los diferentes estratos que conforman las laderas de los llamados Montes Carpetanos. Una delicia de panorámica que ayuda a entender la mano del hombre a la hora interpretar el paisaje. En este cercano punto abundan las cercas de las fincas, adehesadas en su mayoría y donde destaca la presencia de los fresnos, pegados normalmente a los muros que delimitan privacidades. A media ladera una amplia mata borrosa, de ciertos tonos cambiantes que dan cabida al extenso robledal. La supuesta especie autóctona de las montañas guadarrameñas a esas alturas. Más arriba, el tupido verde de los pinos. Y ya al final, dirimiendo los limites con el cielo, las crestas de las montañas peladas, rocosas y sin las nieves de antaño. 
Las vistas de inicio
Hubo un tiempo donde la mata forestal, que hoy día cubre los montes, estaban repletos de calvas, por no aventurar más allá de la escasez de árboles. Montes desnudos que podemos ver retratados en las viejas fotografías que los municipios suelen colocar en sus páginas corporativas. Gracias a una esmerada reforestación precedente, podemos alegrar la vista con el tapiz verde que cubre las laderas de las montañas madrileñas y castellanas. Y con el pino como gran protagonista, seguramente por las buenas condiciones que plantea este árbol, adaptabilidad, precio y rápido crecimiento. 

Curiosamente en Lozoya estuvo ubicado un vivero a 1700 metros de altura, donde debieron partir muchas de las especies que hoy cubren estos lugares. Sin embargo, se dio el simpático
Ciprés de Lawson
caso de que entre tanta monótona repetición, a alguien, o algunos, se les ocurrió la idea de introducir otros ejemplares arbóreos qué, si bien no desentonan con el entorno, si que choca la idea de encontrarse con diversos ejemplares cuya procedencia original se haya bastante alejado de la península ibérica. Con el tiempo, el llamado vivero de la Cebedilla fue

abandonado, pero los arbolillos allí depositados decidieron echar raíces por esos contornos, ya que estaban, para qué marcharse. De está particular guisa podemos encontrar la mayor variedad de arboles singulares, en tan reducido espacio, dentro de la comunidad de Madrid. Abetos rojos, del Cáucaso, abetos de un tal Douglas, cipreses de Lawson y algún que otro pino con condecoración y todo, el llamado pino de Lord Weymouth. Exóticos nombres que otorgan cierto caché al pinar, expuestos y señalados a la vista de cualquiera que quiera perderse por los pinares del término de Lozoya.

Fijado el objetivo, queda echarse a andar por la misma pista hasta alcanzar un depósito de aguas. Las Aleguillas, dicta el vallado cartel. En este punto, se abandona la pista para enlazar por una bella senda a izquierdas, encajonada por un doble amontonamiento de rocas y en donde alguien se ha construido un pequeño chamizo en la finca colindante. Esta divertida senda anda repleta de buenos pedrolos, muchos caídos de los muros que la delimitan para entretener la marcha entre tanto bache. La senda se cruza con la pista anterior, pero justo enfrente irrumpe su continuación a través del joven bosquete de robles. Parece ser que esta vereda tuvo su origen en la captación de aguas, de ahí que veamos alguna que otra arqueta durante la subida. Ascensión que nos permite entrar en calor, gracias al ligero desnivel que vamos alcanzando y rodeados de pequeños robles. Más bien semejantes a palillos que aspiran a alcanzar el estatus de árboles algún día y a quienes les cuesta echar hojas según ganamos altura. Y eso que llevamos más de un mes de primavera transitada. Serán holgazanes. 


La Chorrera
Sin que sirva de precedente damos la espalda a las vistas del embalse de la Pinilla y de todo el valle del Lozoya, mientras la vereda zigzaguea un poco entre los citados palillos. El leve canturreo de los pájaros compite con el paso de alguna vaca despistada y contra el cercano rumor del arroyo Palancar. En una cerrada curva a izquierdas abandono la senda, cuyo trayecto continua hasta alcanzar y vadear el arroyo. Pero antes hay una chorrera donde poder ver las saltarinas aguas y cuyo peaje solo conlleva ascender a gatas algún tramo. El perro incluido.

El arroyo Palancar, irrumpe con cierta flojera por las rocas, danzando por las alisadas paredes donde se crean pequeñas pozas donde Bosco aprovecha para refrescarse. Ole sus huevos. Un leve receso de tiempo para observar la Chorrera de la Peña Lisa, alguna fotografía de postureo y continuar la ascensión paralela al arroyo, así hasta que aparezca la senda abandonada con anterioridad, que se corresponde con el antiguo camino que unía Pinilla con Navafría. 
Los Douglas

Mientras caminamos a estas alturas se aprecia la frágil linea que separa el robledal del pinar. Atrás dejamos los palillos y emerge el pino, tan abundante como el populacho. Y al poco topamos con la remodelación de una pista forestal que proviene de la carretera, ampliada recientemente con el objetivo de canalizar arroyos en las curvas y de crear caceras artificiales en sus laterales. 

Tan natural como algunos buenos ejemplares de pinos, dispersos entre el resto de coníferas. Por tamaño, se intuye cuales fueron introducidas y cuales llevaban por aquí más tiempo. La autopista creada continua su trayecto hasta superar nuevamente el arroyo Palancar y de ahí, a tiro de piedra, señalizados y expuestos como si de un escaparate navideño se tratase, la peculiar colonia extranjera de la Cebedilla. Los habitantes más exclusivos de la sierra, tratados con la exquisitez que merece su rango de singularidad. 

Nada mejor que echarse junto a algún tronco, sacar el almuerzo y contemplar la gracia con la que crecen estos arboles, ajenos a tanta clasificación mundana y a los curiosos que venimos a visitarlos. Destacan primero un par de abetos rojos, cuya mayor gracia proviene de su clasificación botánica, ya que al parecer estos dos árboles no son estrictamente abetos sino parientes de las coníferas. Después están los abetos de Douglas, muy pegados entre si un par de ellos. A continuación el pino clasista de Weymouth y por último, el llamativo ciprés, con su colorido ramaje a medio caer pese a estar ensombrecido por sus colosales compañeros. 

A finales del siglo XIX se inician también las primeras reforestaciones en la Sierra. En efecto, en 1888 la administración forestal comienza el estudio de la Cuenca del Lozoya desde su nacimiento en Peñalara hasta su desembocadura en el Jarama con el fin de repoblar sus vertientes para evitar el enturbiamiento de las aguas del río Lozoya, fundamentales para el abastecimiento de Madrid. Arranca así un proceso de compras de fincas recientemente privatizadas. En las dos primeras décadas del siglo XX, el Servicio Hidrológico Forestal acomete la reforestación de pequeñas superficies en las cuencas del Lozoya, del Guadarrama, del Manzanares y del Guadalix. Aunque las hectáreas repobladas entonces no superan las 5 000 merece la pena destacar que fruto de estos trabajos son los pinares de Lozoya y Canencia (unas 1 500 ha) y el de La Jurisdicción (800 ha) en San Lorenzo de El Escorial, a cargo de la recién nacida Escuela de Montes.
Revista Ambienta
La peña del Cuervo
Tras el paréntesis, toca alzar el bastón, pues hay un excelente mirador que se esconde detrás de tanto arbolito. Toca superar un fuerte desnivel, sin mejor guía que seguir hacia arriba hasta poder superar la masa arbórea. Aglomeración que finalmente claudica para dar paso a los arbustos, a las retamas, al piornal. Solo algunos osados pinos intentan conquistar mayores altitudes, como castigo a tal arrogancia, la continua acción de los vientos hacen retorcer sus troncos en esa singular lucha por hollar las cumbres. Mientras que un servidor, se ve obligado a realizar más de una parada para recuperar el resuello. Por fin asoma la peña del Cuervo, un espolón rocoso cuyo volumen emerge como un faro a seguir por inexistentes sendas sin marcar. Bendita cercanía. Tras rodear su humanizado perfil se alcanza este mirador excepcional y vallada para evitar la caída de algún torpe. Una vez que se alcanza la roca, toca nuevo descanso para disfrutar de la amplia panorámica que ofrece, además de jugar a acertar las montañas que se observan y dar la espalda al Nevero, a sus lagunillas y a los pedrolos que las rodea, ya que ahora toca adivinar la bajada hasta alcanzar nuevamente el pinar. 

La vereda encajonada
Hacia el oeste se adivina una amplia pista por el cerro de peña Morena, sin embargo a la vera del arroyuelo del Hornillo surge una senda bajo el pinar, y la sombra que ofrece gana la elección del descenso hacia las laderas de la montaña para volver a buscar la citada senda que unía Pinilla con Navafría. Caminos por donde vuelve a aparecer el robledal, en una larga e intervenida bajada donde se pierde rápidamente las alturas ganadas. Nuevamente los robles andan escasos de follaje y la monotonía del paso crece ante la anchura del mismo. Ando rodeado otra vez por los múltiples palillos y encima sin la hojarasca necesaria para cubrirnos del plomizo poder del rey Sol. Dentro del tostón que supone el mismo paisaje, surge la esperanza por la aparición de algunos melojos de mayor envergadura y tamaño en las cunetas. Incluso cabe destacar algún que otro acebo aislado, en especial uno con ganas de convertirse en un buen arbusto que llega a desentonar ante tanto roble. La larga pista regresa al desvío del inicio, donde la senda encajonada y la planicie donde observaba este retocado lugar del inicio. Demasiado pateo, demasiado largo y repetitivo el descenso. Para la próxima me perderé por algún atajo. 

Álbum de fotos

Bibliografía

- 50 paseos para descubrir bosques y árboles singulares de Madrid
Andrés Campos Ed, La libreria 2006
- arbolessingularesmadrid.blogspot.com.es
- Ruta 4: Ruta al Nevero - Lozoya.es
- Revista Ambienta. Una montaña transformada por el ser humano. 
Ester Saez Pombo - Gonzalo Madrazo García de Lomana

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